24.11.09

Judith

Me llamo Salvador. Que sea un nombre que indica una acción induce al error de creer que me bautizó alguna pitonisa que vio en mí una cualidad venidera, mas  ¡Nada que ver! Fui nombrado por mi padre que no miró en el futuro sino en el pasado. Nací un año y doce días después de la muerte de Salvador Allende, primer presidente socialista, elegido por sufragio universal y legal en Chile y en toda Latino América. De verdad que es un honor.

A pesar de lo que pudiera parecer, nunca tuve conflictos con mi nombre. Durante todo la primaria y la secundaria fui el único Salvador de la escuela. Casi no necesité apellido, lo que resultaba un alivio con el apellido que cargaba en el pueblo donde crecí. Desde que vivo en Buenos Aires solo respondo por lo que a mí me toca en mi apellido. En cambio en Rosario de la Frontera, pueblo sureño de la norteña Salta, el apellido te identificaba con una casta y con una historia ligada a esta. Soy el hijo directo del mas pesado de una familia de pesados. Rosario nunca me permitió olvidarlo. El día que, caminando por Avenida Las Heras, alguien gritó Salvador sin llamarme a mí, me di cuenta que estaba en otro lado, que una ciudad es distinta en eso. Allá éramos dos Salvadores y el viejo no salía de su casa nunca. Al grito de mi nombre tenía que hacerme cargo, nada que hacerle.

Eso sí, casi nadie estaba al tanto del dato histórico de llamarme así. De mi generación, estoy seguro, nadie. Los pocos que hoy lo saben es porque yo quise contárselo. Román, que decidió vestir de citadino durante los setentas, engendró hijos con huérfanas y en virtud de defenderlos los mandó a vestir de pueblerinos. Nunca sin embargó anotició a casi nadie de allá,  ni de sus gustos políticos, ni de sus inclinaciones conmemorativas. No es un dato menor que para reservarme del deber de ser como él me enviara a criarme justo donde él se crió, con la gente que lo rodeó para mal y para peor. Cosas que hace la  mente humana.

En un pueblo, sépalo lector atento, sobran tiempo y silencio. Pido perdón. Digo mejor que en aquel pueblo donde fui un niño sobraban estas cosas. La televisión no era aún el ser omnipresente que es hoy; mas bien; un lujo caro de tener. Entonces, la mejor formula contra el aburrimiento era mantener alimentado el morbo de conocer la desgracia ajena. Ser sociable,  decía la mujer de uno de mis tíos, el pollerudo. Aunque, por sentido común o por auto protección, no se jugase el juego, resultaba inevitable ser victima de él. Siempre se encontraba alguien dispuesto a informar de las cosas ajenas. La idea de un currículum resultaría una novedad aparatosa en los viejitos rosarinos de los ochentas. Un nombre. Un apellido. Toda la información necesaria ya estaba anexada con esas dos coordenadas.

Por supuesto, se adjetivaba siempre desde el lado oscuro del alma. Nunca eras la que amasaba pan para los pobres, siempre la que se había acostado con el profesor de matemáticas. Acercar ancianitas nunca era tan recordado como la cantidad de perros que te habías llevado por delante con el mismo vehículo. El mataperros García lo tenia claro. La minita de Graciano también. En ese contexto, apenas puse un pie en el lugar pasé a ser el hijo  de Román Figueroa. Y lo fui durante todos los años que viví allí.  Otra cosa de los pueblos es que las etiquetas te duran y las cosas cambian a un ritmo lento.

Las madres te educaban para que vivas tu vida de forma tal que nunca caigas en “boca de todos” ¡Cómo si fuera posible! La lección tácita de mi entorno era un poco más cruel pero más efectiva: La gente habla, es inevitable, así que es mejor que hablen con miedo. Eras un Figueroa, solo si ante tu presencia se hacia silencio. Por supuesto que se murmuraba en las sombras pero eso estaba bueno, que cerraban la puerta cuando querían cuerearnos. A veces, cuando asusto a algún cliente con la mirada me hago cargo de las marcas de mi raza.

Personalmente estoy condenado a escuchar, antes que nada, lo que llamaré la voz de mi propio juicio. Lo demás me chupa un huevo. Conozco en carne propia con cuales colores pintan los prejuicios. Vivir con miedo del parecer ajeno es una pavada y no es para mí. Por lo tanto, no encontrando para mi otro patrón mejor, la pequeña sociedad rural, me puso el disfraz de loco y me dejó ahí, tranquilo con mis mañas. Hasta los doce años me quedé con eso. Me parecía un contrato justo.

Judith, con doce años también, conocía lo que era pagar por los pecados de los padres. En su caso con los de la madre. Resulta que doña Marta era puta. Pero del tipo que lo disfruta. Si la tratabas descubrías a una mujer siempre jocosa, dada a sentirse amiga de cualquiera. Sin embargo era evitada exprofeso por las mujeres. Los tipos, por otro lado,  la buscaban, pero solapadamente y nada más que  por un rato. Ni siquiera estando casada dejó de atender con sus servicios. Su único marido abandonó rancho, ciudad, hija, fama de cornudo y otros vicios el día que se subió al primer camión que lo admitió como polizonte. Marta volvió a cobrar para comer. Algunas hasta suspiraron aliviadas porque una puta casada era un desorden insoportable. La niña, fruto del matrimonio, quedaba al cuidado de la abuela mientras la madre, ya sin esconderlo, se subía a las camionetas de los hacendados, o recibía a los peones en su propia casa. Casi toda una generación de pueblerinos pasó democráticamente por ella.

Reparé en Judith, hija de Marta, el primer día de secundaria. Algo en ella me llamó la atención. Sospecho que fueron sus tetas, porque esos fueron los años donde mi principal interés era este. Aunque también algo en los ojos, como un hambre.

Tengo para mí que la memoria responde a leyes internas. Me gusta negarle el caos, pero solo en el fuero íntimo, porque sé que es muy difícil encontrarle razones a porciones de recuerdos dispersos. Están ahí por una razón pero en casi todos los casos ignoro cual es tal. He olvidado  de ese primer día de clases muchas cosas; creo que he mezclado recuerdo de otros primeros días de mi vida, pero la imagen de ella sentada apenas al lado de la puerta del aula es la más firme de todas. La que yo sé que es de ese día.

Sin un plan en mente, averigüé donde vivía. Desvíe en dos cuadra mi ruta al colegio para hacerla coincidir con la de ella. Ignoro en este momento porqué  aceptó tan tranquila la forma unilateral en que decidí acompañarla todas las mañanas de lunes a viernes, de siete y quince a ocho horas, desde su casa hasta el aula de la escuela. Llegábamos juntos. A la salida ella volvía por su lado y yo por otro. Me parecía de desesperado perseguirla más.

Hablar con ella de tantos temas era toda una experiencia nueva. Se mostraba ingenua de las cosas simple de la vida hasta que  sacaba a relucir un conocimiento de algunas facetas femeninas. Los celos y la humillación eran temas que la apasionaban. Pero mas profundo calaba en ella la necesidad de pertenecer. Hacía esfuerzos sobrehumanos en pos de esto para, solo conseguir, a veces, mimetizarse. La diferencia es sutil, preste atención lector atento. No desentonar no significa ser parte de algo. La aceptación es fundamental para conformar filas de un grupo, y las mamás de ciertas nenas no miraban con buenos ojos a la hija de Marta. Más que otras, las del grupo en el  que Judith quería estar no permitirían jamás que eso ocurriera.

Los niños son crueles. Los adolescentes son niños vigorosos. Luego Judith sufría.

Yo era uno que renegaba cuando ella lloraba porque estas harpías no querían quererla siendo que yo si. El barbudo que soy hoy sabe que aquello no era amor sino calentura, pero el imberbe  de aquellos años no entendía la diferencia. Las comparaba y las que no eran Judith me parecían insulsas, sobre todo porque las niñas de familias bien no llenan los corpiños a los doce años; a veces nunca.

Ya para mediados de Junio me dije a mí mismo que tanta espera era insoportable, porque no toda la vida se tiene doce años. Tomada la decisión descubrí que no tenía experiencia en encarar una mina, sobre todo a una que posiblemente tenía mas información, por lo menos teórica, del asunto.

Por la misma época mis familiares sumaron su desaprobación a las virtudes de Judith. La tía Rosa me puso al tanto de las historias de la madre de “esa muchachita” y para que su discurso no fuera corto agregó su desaprobación. Además mis tíos varones sumaron su comprensión de que la chica me gustara y su desagrado a que, si pasaba algo, la cosa se supiera. El resultado matemático fue que mi lívido alcanzó niveles superlativos.

Vivía presintiendo y soñando con la forma de darle un beso. Me había propuesto que el beso sería el punto de partida de cosas que no sabía llevar a cabo pero confiaba en el instinto animal. Ya fuera el mío o el de ella.

La oportunidad se dio sin que yo lo buscara. Y de verdad que mi mente buscaba cosas. Faltaban dos días para las vacaciones de Julio y justo ese jueves yo me había quedado dormido. Caminaba imaginándola ya  en el  aula cuando la encontré, para vergüenza de mi imaginación, sentada en el banco de la plaza que cruzábamos todos los días. Sin sentarme le dije que llegaríamos tarde. Ella, sin pararse, que nunca iríamos.

Recorrimos los cincos kilómetros que hay entre la plaza y las Termas solo porque ella quería estar en un lindo lugar. Caminamos por el costado de la ruta hasta la falda de la montaña, subimos para luego bajar por el sendero que se hace angosto y agreste pasando de la Gruta de la Virgen porque para mí las Aguas Chica era un lindo lugar.  El arroyo de aguas termales nace muy arriba en espesura del bosque montañoso que allá nombramos monte. En el punto donde la temperatura del agua se hace soportable algún comedido construyó dos piletones de piedra y cemento. En el segundo nos pusimos a descansar del calor de las once de la mañana sumado a el esfuerzo de llegar hasta ahí. Bañarnos nos pareció tan natural como si tuviéramos ocho años.

El no renunciamiento a la ropa interior nos valía como tecnicismo legal ante la acusación de desnudez total. Pero a la hora de las declaraciones no me pregunte, lector atento, lo que produce en un púber el avistamiento de un conjunto íntimo femenino mojado. Dado que quise besarla y que quiso dejarme el beso sucedió. Como no tenía la barba aún fue algo sin técnica. Húmedo sobre todo; no tan solo los labios, sino también la cara y el pelo. Y su abraso a mi cuello. El agua caliente no se dignó a detenerse. Por un momento perdí el conocimiento de la ubicación de mis manos pero sabía exactamente donde sentía el avance de las manos de ella.

Judith estaba abriéndoseme sin que hubiese mediado muchas palabras, sí muchos gestos, mas no muchas palabras. Y de pronto se cerró. Usó palabras que no entendí de inmediato pero que fueron mucho más que un discurso para mí. Alejó sus manos de mí y permaneció laxa en mi abraso hasta que la solté.

Las palabras exactas fueron:

-Pará. Vos no podés salvarme.

Por supuesto se instaló el silencio, la distancia, diría que el miedo al contacto físico o visual. Mientras me vestía la frase percutía en cabeza.

-¡Como si vos te animaras a decapitar a Holofernes!

No tengo claro si la dije pero de verdad no importa. Tampoco cómo volvimos al pueblo y de cómo, desde ese día, nos ignoramos. Gracias al Altísimo, a esa edad, dos semanas de vacaciones alcanza para reemplazar un amor.

Al final de ese año ella reprobó casi todas las materias y tubo que quedar relegada al turno tarde. Yo empecé a alternar con otras pibas y ella en el mismo grado con otros pibes. Cuando me llegaban noticias de sus andanzas, la frase me sonaba en la cabeza, con su entonación y todo.

Incluso hoy, con tantos años y kilómetros de distancia, sabiendo que tubo que ejercer por necesidad la profesión que la madre hacia con gusto, me pregunto si de eso quería que la salven. ¿Podía una nena de doce años prever tanto un futuro? ¿Hijos no deseados, humillaciones y ultrajes?

¿Sería que solo quería que la salve del peso de la reputación de la madre en un pueblo de dos por dos hectáreas? ¿No es todo parte de los mismo?

En un punto no se equivocó. Salvador de doce años no podía salvarla. Salvador de treinta y cinco piensa que nadie salva a nadie…. En una de esas Dios pero por sendas misteriosas.

Lo que me queda claro desde este episodio  es que algún día seré llamado a responder por mi nombre.

Que para poder salvar a alguien hay que ejercer un poder o hacer un sacrificio. Que hoy no me siento preparado para ninguna de las dos cosas. Quizás nunca lo esté. 

¡Mierda!