28.5.09

El peso de ser cruel.

Nadie está exento de ser el ejecutor de un acto cruel. Por más corazón de oro y plata, la posibilidades están siempre a la mano. Parece que la crueldad forma parte de eso que hay que domar en la naturaleza del hombre.  Una buena persona debe evitarla por todos los medios, pero si no puede, debe sentir culpa y vergüenza ¡por lo menos! Me dicen que lo positivo de la socialización del individuo es justamente eso.
Yo tengo una tía que además es un soldado de Lucifer. Por muchos años, cuando era apenas un niño, viví con ella. Soy, por lo tanto, un testigo válido cuando se le levanten cargos en el juicio final. No temerle a ser malvada lo tenía tan en claro, esta mujer, que jamás sintió vergüenza ni nada parecido. Vive hoy postrada o más o menos postrada, en realidad. Para poder hacer la hija de puta tiene que conseguir que la asistan, justo ahora que se parece más que nunca a un barco que no se hunde porque la liberan del peso de las ratas. Sin embargo, el tiempo pasa y el agua sube. Todo llega.
Los viejos y los niños se parecen un poco en que son desvalidos. Pero no se confunda, lector atento, los viejos tienen  pasado. Muchas veces un pasado de malparidos. Las dulces abuelitas bien podrían guardar jugosas memorias de alcobas. Los ancianitos que piden ayuda para cruzar las calles pueden saber el destino final de algún cadáver. Cuando quiera poner un ejemplo de apariencias que engañan, hable de abuelitos y no le errará. 
Pero como todo en la vida, la hijaputez tiene grados y, estoy seguro, que muy cerca del grado sumo está lo de enseñar la crueldad.  En esa lista, puesta en evidencia con resaltador verde, está mi tía.
Teníamos, mi hermana y yo, una perra que era nuestra en un universo donde lo que se podía vender se vendía “para nuestro propio bien”. Resultábamos ser los rehenes por los que se pagaba un fuerte rescate. Cintia era tan nuestra por el solo hecho de que nadie quería comprarla. La tía la soportaba porque no le resultaba caro mantenerla y la hacía sentir humanitaria. La perra como animal de pueblo era bastante independiente. Compartíamos  un territorio y seguramente en su concepción de la realidad nosotros éramos de  ella. La tengo en la memoria corriendo al lado nuestro, cuando escapábamos de alguna paliza. Hasta se atrevió a morder a la vieja para rescatarnos de alguna cagada que se estaba poniendo jodida. Lamentablemente pagó cara la insolencia.
Una cosa mala de los muy malos es que no olvidan. La tía Rosa era así y mantuvo tibio el odio que le nació de la mordedura. No le bastaron las patadas ni los varillasos, pero ¿cómo humillar a una mascota? No lo sé. Ella se conformó con sentir que humilló. A Cintia le llegó, fruto de sus escapadas por el alambrado, la hora de parir seis o siete cachorritos, solo para que la Rosa viera su oportunidad.
Consumar su venganza era solo una cosa. Otra, muy importante para ella, era educar a uno de sus sobrinos en el que vio actitudes que la encantaron. Pepo siempre fue flaco, huesudo y patón. Miraba desde chico nomas como un viejo degenerado. Esa mirada sumada a un prognatismo vigente siempre en él, le hacía una mascara en la cara. El pendejo estaba a la altura de su imagen. Entíendalo bien. Mala sangre, lector atento. Nunca entendí, ni me interesé demasiado, debo admitirlo, como murió la madre siendo él tan joven que no la guardaba en la memoria. Lo crió la abuela (si, abuela mía también, por desgracia), si criar es dar un techo y compartir la olla parada a fuerza de llanterio. El padre se fue y en una de esas fue lo mejor que pudo hacer por él. Cuando Pepo hablaba el resentimiento era su idioma. Este, nunca otro, fue el ejecutor material elegido para la venganza.
Por qué no mató ella misma a los cachorros solo se entiende si se piensa que quería hacerle probar al chico el sabor de la crueldad ejecutada. Como un experimento y como un legado . Pepo fue autorizado a hacer lo que quisiera con los animalitos siempre y cuando no fuera dejarlos vivir. Hacerlos desaparecer me suena con un eufemismo utilizado. Se procedió a atar a la madre y a embolsar a los hijos para que nunca más lo viéramos. Con la bolsa al hombro “mi primito” se perdió de vista para el lado de la vía.
Esta noche, veintipico años después puedo decirle cosas que pasaron y que para mi se echaron a rodar ahí, el día que la vieja le soltó la correa  moral al niño. Pepo se fascinó con todo ese poder y quiso más. Para nada se sintió asqueado por la sangre en las manos, es más se juró a si mismo que estaba  en el derecho de ser todo lo lacra que podía ser. Si lo habían dejado lastimar unas criaturas indefensa, si era tan fácil, si solo había que saber esconder bien la evidencia ¿por qué detenerse? Si una criatura indefensa era una niña o un perro era solo cuestión de especies. Si no podían resistírseles por la fuerza estaba bien que las abusara. Esa fue su ley.
La vieja, como ya he dicho, postrada, destila odio hacia el sobrino porque le violó la nieta. Jura que si pudiera lo mataría y que solo lo dejó vivir para no matar de dolor a su propia madre (que no sé porque mierda no se muere). Miente. Descaradamente miente. Miente por vieja y porque no le interesa nada que no sea su orgullo herido. No le duele tanto lo que sufrió la nieta enferma, sino que él no la respetó a ella ni  le tubo miedo al mancillar a la niña. Siempre es ella. No derrocha ni un segundo en pensar en los traumas, ni en las secuelas que van a cargar todas las niñas violadas por el enfermo de la cabeza que ella ayudó a criar.
Hoy mismo cruzaría los 1314 kilómetros que me separan de ella para tenerle frente a frente. Le diría que no tiene autoridad moral para ofenderse con el otro forro. La nieta, pobre, no tiene la culpa de lo que le pasó pero ella sí. Que al tipo hay que colgarlo de los huevos para que sufra pero que a ella también hay que colgarla con la misma cuerda para que pague con el mismo castigo. Porque liberar un mal es liberarlo en el tiempo y no saber cuando pegará el coletazo lo que ha liberado. Que no tan solo es un acto indigno sino también de una torpeza negligente; casi suicida. Que el malvado que envejece se vuelve menos peligroso y los jóvenes malvados, mas confiados en su fuerza bruta, dejan de tenerle miedo. Que puede pasar que Pepo entre por la puerta a su cuarto de enferma a abusar de ella y a escupirle la cara como una forma de sentirse mejor. Que no se lo deseo pero que todos los días que le quedan debería sentir culpa y vergüenza aunque sea ahora y aunque sea un poco. Que me da asco. Que él huye de la justicia y de la cárcel pero que ella merece lo mismo. Que no se rasgue la vestiduras porque son iguales ¡I gua les!
Aprovecharía el viaje para pasear con el fantasma de la perra Cintia. La atropelló un auto pero antes la había atropellado mi tía y su sobrino.
Ellos van a aguantar la cuenta final hasta el último, aplastado por el peso de sus propias obras. No es una moraleja porque estas no deberías escribirse en la carne de jóvenes inocentes. Es justicia de Dios, lector atento.
 ¡Y Dios Es!